
De velocista sin oxígeno cumplir el rito, quitarse de piel la más externa capa, sentir por hábito la velocidad pura, ir por encima del agua, alzar los hombros en perfecto escorzo hidrodinámico. Impulsión del cuerpo con el menor roce, nadar por fuera, pecho hundido, concavidad de aire, la mayor flotación. Pies en la lija del poyete, introducirse en el hueco dejado por las manos, después seis ciclos innatos de brazada máxima, esforzar los músculos para conseguir las palancas. Sorteado el temido muro –moverse en la espera del poyete, el frenazo en seco de una mano que se escurra–, controlar la tracción de la agonía. Inconsciente, tirar más de los pies, aunque empujando los brazos; el tronco como tabla, la espalda llenándose de agua. En la burbuja anaeróbica sin oír el ruido del agua, una sola respiración avanza hacia el punto fijo –da igual superar la última plusmarca. Aspirar un aire inútil, que no alcanza a llegar a las piernas de velocista sin oxígeno.
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